El paraíso tras el último peldaño

Huellas

Este texto apareció publicado en Frontera D. Se puede leer pinchando aquí. 

Armenia esconde sus maravillas en las alturas; a menudo, tras una escalera. Aquí la belleza es recompensa y, en invierno, blanca y resbaladiza. El camino desde Yereván hacia el lago Seván, salpicado de jackhras y monasterios resume el sur armenio y explica que Mandelstam recuperase la inspiración tras cuatro años de sequía poética.

Llegamos a la estación de Abovyan en busca de un autobús con destino a Martuni, un lugar próximo al lago Seván. El conductor que nos va a llevar abandona el corrillo de fumadores que se ha formado en el centro de la estación, abre la puerta corredera de su marshutka y no sabemos reaccionar. Los cristales negros del autobús-furgoneta nos habían impedido ver cabeza alguna, pero en esa marshutka no cabe ni un brazo más; sin embargo, bajo su punto de vista, todavía hay sitio para nueve personas. Mujeres, hombres y niños nos miran fijamente desde dentro y nosotros los miramos a ellos. Nuestro aspecto (españolas, italianas, francesas, checa y eslovaco) pasa inadvertido cuando vamos solos por la calle, pero es fácil imaginar que un nutrido grupo de chavales con mochila en el Cáucaso en invierno levanta la misma expectación que cualquier turista al uso. Que todos vivamos en Yereván y hayamos improvisado esta salida después de conocernos hace apenas unas horas es algo que ellos ignoran: nuestro aspecto es de forasteros a los que hay que mirar con la extrañeza del poeta que va a las estaciones a imaginar la vida de los que van y vienen, un asombro universal que en cualquier mirada del mundo refleja la misma pregunta: “¿Qué habrán venido a hacer aquí?”. Y para eso no hace falta ser poeta, sino haber nacido en el lugar al que el otro llega.

En un país que logra escapar a la esclavitud de los relojes nunca sabes cuándo va a llegar el próximo autobús. Incluso en la capital, el proceso por el cual se toma un autobús es simple y no responde a ataduras temporales de ningún tipo: llegar a la parada y esperar. La suerte ocurre o no ocurre y, esta vez, no hay otra marshutka prevista durante las próximas horas que nos lleve a nuestro destino. O perdemos la oportunidad después de llegar hasta aquí o aguantamos el trayecto de setenta kilómetros de pie, doblados, ocupando un espacio que todavía no existe y que tendremos que ganar a base de golpes sutiles. ¿Nos engaña nuestra percepción del espacio? ¿Nos enseña nuestra cultura que ocupamos mucho más de lo que necesitamos? Ese es nuestro silencioso dilema hasta que irrumpe un hombre con una furgoneta vacía, un destino abierto y una dentadura incompleta, coronada por un bigote inquieto que no para de moverse y nos saca de nuestro letargo.

Patverov habla ruso y me mira fijamente a los ojos como si de mí dependiese cerrar un trato que no comprendo. Por suerte tenemos a Michal y su dominio de los idiomas. El hombre nos ofrece llevarnos hasta el lago, pasar el día con nosotros, parar donde queramos y dejarnos en Yereván, todo ello con música. ¡Música! es la única parte del trato que entendemos algunas. Lo dice elevando la voz, enfatiza su exclusividad y por 20.000 drams (unos treinta y siete euros a repartir entre nueve personas) accedemos mientras Patverov sigue gritando: “¡Música, música, música!”.

Pagamos 2.200 drams cada uno y paramos para repostar. Patverov nos pide que bajemos de la marshutka. “Ahora es cuando se va con nuestro dinero y nos deja aquí”, bromeamos, porque suponemos que ni es la forma armenia de proceder ni le compensa, tras darnos su teléfono, que no le llamemos la próxima vez que necesitemos una furgoneta. Para un hombre armenio, sólo su identidad está por encima de su palabra, y aquélla depende en gran medida de ésta. Patverov ya ha cerrado un trato. Aunque no deja de ser curioso que él pueda fumar junto al surtidor y tirar la colillas sin miramiento mientras nosotros tenemos que permanecer alejados. ¿Qué hace fumando con una mano mientras sujeta la manguera con la otra? El extranjero ávido de respuestas tendrá que aprender a contenerse en Armenia y dejar de hacerse preguntas. Aquí las cosas son sencillas: son, están, ocurren. Tratar de ir más allá es hablar a una pared soviética. Tras un lento repostar, Patverov arranca su marshutka, se acerca fingiendo intenciones de atropello y partimos hacia el Parque Nacional de Sevan, disfrutando de la música prometida.

Paramos en Gavar, o Kyavar, como pronuncian los locales. Patverov dice que es el pueblo más antiguo de Armenia, y si la primera mención del país data de hace más de 4.000 años, estamos en un pueblo realmente viejo. En el mercado, unos alegres carniceros exponen carne fresca al aire libre y las fruteras colocan ritualmente la fruta en torno a los hombres del pueblo que pasan la mañana entretenidos con un juego de mesa. Pasamos a un café y nos envían a una habitación apartada, quizá por albergar la mesa más grande. Una señora llega con más tazas de las que hemos pedido y una bandeja empapada por la prisa. Deja las tazas chorreantes sobre la mesa mientras comemos algo de fruta. Pagamos 300 drams por cada café armenio (un café realmente oriental que cada país del Este reivindica como propio) y nos marchamos.

El suelo está cubierto por una capa de hielo asesina. Pasamos con miedo y sigilo para despistar las miradas de los vendedores ante la eventual caída que todos parecemos temer. Una señora extiende una manzana buscando la atención de Michal. Sin tener muy claro si es un detalle desinteresado o una forma amable de ganar clientes, nuestro hombre pregunta si es un regalo para él y la señora asiente con una sonrisa mientras los otros vendedores observan la escena y murmuran un largo “ooooh” al unísono, que en todos los idiomas significa lo mismo.

Cerca del mercado, se eleva la iglesia de la Santa Madre de Dios, junto a la que nos espera un impaciente Patverov, probablemente el único armenio afectado por la curiosa enfermedad de la prisa.

Un ejército de tumbas
Los primeros jachkars salpican un infinito manto de nieve que se funde con el cielo. Es el cementerio de Noratus que, en su parte más antigua, alberga una agrupación de casi ochocientas de estas típicas cruces armenias talladas en piedra (jach: cruz, y kar: piedra), lo que lo convierte en el mayor conjunto de jachkars del mundo después de que Azerbaiyán destruyese el de Jugha entre 1998 y 2005. Tan inmenso es este cementerio que el príncipe armenio Gegham ordenó a su guarnición colocar sus cascos y espadas sobre cada jachkar para simular en la lejanía un imponente ejército que amedrentase al enemigo. Y así fue cómo un ejército de tumbas disfrazadas de soldados hizo huir a los turcos otomanos, dando lugar a una de las escenas más hilarantes de la historia de Armenia.

En el cementerio de Noratus el tiempo pasa por la muerte. Las antiguas cruces, talladas desde el siglo IX dan paso a tumbas más recientes y sofisticadas; enormes sepulcros que son salas de estar al aire libre con mesas y asientos de piedra. El valor del cementerio de Noratus es la visible evolución del arte del jachkhar pero, sobre todo, la forma en la que los diseños en torno a las cruces describen la cultura y la historia armenias. Decía Kapuscinski que estas cruces han sido el símbolo de la existencia del pueblo armenio, que “marcaban las fronteras y, a veces, indicaban el camino”. La victoria, el agradecimiento, la delimitación del territorio y hasta la muerte han sido plasmados en estas cruces desde que Armenia se convirtiese en el primer país cristiano, en el siglo IV.

Además de dibujos del difunto ejerciendo su profesión, algunos jachkhars incluyen el símbolo de la eternidad armenio, una espiral dentro de un círculo que hace referencia al sol y que sustituyó a la hoz y el martillo del escudo nacional después de que Armenia se independizase de la URSS en 1991. Los monumentos fúnebres más elaborados incluyen, además, el tonir (el hueco en el que tradicionalmente se ha cocido el pan), algún khoravatz (típicas brochetas de carne y verdura que preparan los hombres) y el saz (instrumento de cuerda tradicional). En alguna lápida incluso quedan restos de vidrio, ya que, según una antigua tradición, había que romper un cristal como símbolo de la pérdida del miedo, dejar los pedazos en la parte inferior de la tumba y verter agua sobre la parte superior. Tal es la variedad de elementos que guarda este cementerio que en la pared de una de las capillas se inscribió una desgravación fiscal de siete líneas que especifica con todo detalle las condiciones del acuerdo por el que el shana (recaudador de impuestos) y el demetar (jefe de la aldea) quedaban exentos del pago de algunos impuestos.

En el monasterio de Seván (Sevanavank) una pareja acaba de darse el sí, quiero y está a punto de celebrar la fiesta que, como es costumbre, pagará el marido, y, con la que, como es costumbre también, probablemente, su familia contraerá una deuda durante años. Ascendemos por unas escaleras eternas y congeladas que las invitadas han subido con tacones de veinte centímetros. De entre los coches adornados con lazos blancos sale un lustroso perro negro. O la amabilidad armenia es extensible al mundo canino o Armen, como decidimos llamar a nuestro nuevo guía, huele la comida que guardamos en las mochilas y nos acompaña durante todo el trayecto. Le cuelga la lengua desde los primeros escalones, pero poco importa: ha decidido llevarnos al monasterio.

Cuando llegamos a una de las capillas de Sevanavank aparece un joven de ojos escondidos y risueños con una garrafa de cinco litros de coñac y chocolate, extiende unos vasos sobre la mesa (clara muestra de la hospitalidad armenia es que siempre aparece una mesa en algún rincón y alguien dispuesto a llenarla) y nos ofrece el aperitivo con una sonrisa. Es su forma de presentarse. Dice que se está preparando para acceder al ejército, pero está en un monasterio perdido en la montaña esperando conversación y alguien a quien invitar. Con él aparece un hombre que hace las veces de guía turístico de manera improvisada y gratuita. Nos cuenta que bajo el monasterio discurre un pasadizo que permitía a los armenios refugiarse y huir de las invasiones mongolas. La historia de Armenia está plagada de invasiones, de vecinos hostiles que han querido devorar el país, unas veces por motivos religiosos y otras simplemente porque Armenia es al Cáucaso lo que el niño vulnerable de la clase es a sus compañeros.

Todo ello transcurre bajo la atenta mirada de una señora que parece proteger el monasterio y que cambia de puerta a medida que nos desplazamos. Con media cara oculta bajo un pañuelo rojo intenso que le rodea la cabeza, nos cuenta que es viuda y que sus hijos buscan una vida mejor en Suiza. Probablemente guardar las puertas de esa capilla y esperar a los curiosos que se acercan al monasterio es lo más interesante que puede hacer durante el día.

El lago Seván se derrama sobre un paisaje en el que montañas nevadas se mimetizan con las nubes simulando el infinito. Cuando llegamos al punto más elevado del monasterio, el cielo se despeja y nos ofrece uno de los lagos más altos del mundo en todo su esplendor. Aunque la mano del hombre ha sido devastadora a lo largo de los años, a medida que el agua descendía iban apareciendo algunas reliquias de la antigüedad, como los jachkars más arcaicos que un día cubrió el agua donde Mandelstam se reencontró con sus musas. Nunca volvió a dejar de escribir.

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