La sombra de Hasmik es corta y tiene la forma de un boomerang. Su silueta es convexa o cóncava, según se mire desde dentro o fuera de una tumba. A Hasmik le lloran los ojos incesantemente y, cuando me pregunto si será por el sol o por el tiempo, ella lo llama enfermedad. En verano pasa tanto tiempo en el cementerio que, cuando algún gesto la obliga a estirar la piel oscura, en su entrecejo surgen trazos blancos y verticales. Por lo menos tres. Flanqueada por un bastón y una hija, la anciana retoma la jornada laboral tras el almuerzo. Toma asiento sobre una de las piedras que se desparraman a la sombra de una pequeña capilla, junto a los cristales que los visitantes rompen de manera ritual para espantar al miedo. La abuela, con agujas de tejer y lana deslizándose por sus dedos, continúa tejiendo unos guantes marrones.
Con ochenta y tres años, Hasmik acude al cementerio todos los días del verano desde hace años. Aquí teje calcetines, gorros, guantes, todo aquello que la cordura impediría utilizar a cualquiera en verano en Armenia.
Hasmik, con voz temblorosa y ojos húmedos, comienza a cantar una canción que suena como suena un dolor tenue.
—¿De quién ha aprendido la canción? —trato de saber.
—Son canciones populares de nuestro tiempo. Ahora sólo cantan cosas como ven, te voy a querer; ven, te voy a besar. Mi marido era un cantante absoluto. Él me la enseñó. Cantábamos y bailábamos juntos. Hace tres años él se durmió y yo sigo aquí. Es que está en un mundo sin gas ni electricidad. ¡Cómo voy a querer ir! Que pongan electricidad y ya iré.
Fragmento de un texto incluido en ‘Heridas del viento’. El libro está a la venta en:
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